Segunda carta a mi abue

Viernes 12 de abril, 2019.

Hoy volví a la universidad, abue. Camino por los pasillos y te extraño mucho. Un vacío se instaló en el centro de mi pecho y de alguna manera me siento sola. Aquí, ahora, no siento tu presencia a mi lado. Me siento abandonada. Me duele pensar que hoy no me llamarás para saber si llegué. Hoy duele más que otros días. Tal vez sea porque, estando en la casa, te siento… o por lo menos puedo imaginar que estás en la tuya y has llamado es a mi mamá.

El martes fue tu funeral. Todavía me cuesta pensar (mucho más decir) esa palabra. Dentro de todo fue bonito. Creo que, por más oscuro que suene, te habría gustado. Fue mucha gente, muchísima, de todos lados. Vinieron del edificio, de Las Torres, toda la familia, amigos, vecinos, Ana la peluquera, una hija de la tía Carmen… incluso la señora Omaira hizo el esfuerzo de venir desde Charallave y llegó con flores.

Te trajeron muchísimas flores. Habían rosas blancas, rojas, rosadas, aves del paraíso, margaritas… Mi papá compró, en nombre de la Familia González, una corona gigantesca de rosas rosadas. ¡Era incluso más grande de lo que él originalmente creyó!

Al parecer mi tía Omaira les pidió a mis tíos que fuese yo quién leyera unas palabras en tu honor. ¡Menos mal llevé la carta que te escribí el día de tu segunda operación, exactamente una semana antes! No la llevé pensando leerla en voz alta, sino para dártela. Era para ti, después de todo. Pero me alegra haberlo hecho. Que todos sepan lo maravillosa que fuiste.

Mi tío Tulio dijo unas palabras bien bonitas sobre cómo tú me habías criado y dado mucho amor, lo que se manifestó en la manera en la que te atendí y me dediqué completamente a ti estas últimas tres semanas como forma de retribuirte y agradecerte un poco por todo lo que nos has dado. Luego me abrazó y me susurró las gracias. ¡Imagínate! ¡No, abuela, imagínate! ¡Dándome las gracias por eso! Algo que en ningún momento siquiera pensé que ameritara las gracias. Algo que en ningún momento tuve ninguna duda de hacer diferente. Algo que hice desde el corazón, con todo el amor que siento por ti.

Eso lo dije. Les dije a todos lo maravillosa que fuiste, cuánto te amo y lo especial que eres para mí. Les dije, como dije muchas veces, que tú eras mi todo y que yo por ti hacía lo que sea. Luego leí tu carta. Solo se me quebró la voz al final, cuando dije que estoy muy orgullosa de ser tu nieta (al igual que cuando te lo dije el domingo al despedirme de ti por última vez), y que te amo mucho, mucho. De resto, estuve calmada, tranquila, fuerte. Así me sentí casi todo el día. Me gusta pensar que eras tú dándome fuerzas.

Mi tío Pastor también me agradeció después de leer la carta. Dos veces. Me dijo que le di una lección de vida. Todavía no lo entiendo. Agradeciéndome por algo que para mí nunca hubo duda de si debía o no hacer. Fue algo que hice sin cuestionamientos ni restricciones. Algo a lo que me entregué con los ojos cerrados. Y lo volvería a hacer.

Es difícil explicar lo que sentí cuando llegó el momento del entierro. Era como un dolor dentro de la fortaleza… o más bien como desconexión. Mi mente te imaginaba sola, rígida, fría y con tu camisa roja favorita, el pantalón rojo y negro de pijama que mi mamá te regaló, y tus zarcillos rojos. Y aunque por dentro mi corazón dolía, mi mente sentía que estaba en una película, pues no sentía que esa realmente era mi vida y que eso realmente estaba pasando. No fue sino hasta que bajaron el ataúd que volví a la realidad, sentí que te perdía de verdad y entendí por un momento la magnitud de lo que significaba no volverte a ver nunca más.

Por cierto, Sebas y mi papá fueron los únicos que te vieron. Me dijeron que te pusieron muy bonita: te peinaron como recién salida de la peluquería, tal como te gustaba, y te maquillaron. No lucías flaquita como te dejaron en la clínica. Eso me alegra. Bien bonita, coqueta y elegante como eras. De todas maneras, yo no te vi. De hecho, nadie más te vio. Creo que lo hubieses preferido así.

Oye, también te quería decir que me vestí bonito ese día, tal como prometí que lo haría. Me puse el vestido azul; siempre decías que me quedaba hermoso. De hecho,  todos nos vestimos bonitos ese día, como te habría gustado. Mi tío Tulio lucía muy guapo y José Gregorio también, ambos con un buen traje, y mi mamá se puso esa camisa negra con los pantalones nuevos que solo se ha puesto una vez. Que nunca se diga que los familiares de Josefina se visten mal. Eso jamás. Una señora tan coqueta no acepta tener familia luciendo mal. No, señor.

Bueno, como te contaba. Muchísima gente subió al entierro. Fue bonito que no se quedaran solo en el velorio. Eras y sigues siendo inmensamente querida por todos lo que te conocieron. Moisés habló. José también. Él dijo, entre otras cosas lindas, que fuiste su madre. La madrina de mi tía Omaira también te dedicó unas palabras sobre lo honesta y coqueta que eras, y de cómo ibas al mercado «de punta en blanco». El muchacho encargado de bajar el ataúd pidió un aplauso para ti. Lo mereces. Luego te bajaron. Te dejé mi carta; es tuya.

Después nos fuimos a comer a un buen restaurante español, de esos a los que te encantaba ir. Por primera vez en una semana tuve hambre. Fue una comida agridulce, entre lágrimas y risas.

Ya han pasado tres días de eso. Sigue siendo muy duro. Todavía te creo en tu casa… o en tu cuarto en la mía. Me despierto y te oigo gritando «¡Mari!» o «¡Señorita Ya Va!». Te veo en la cocina, aunque la comida ya no sabe igual. Ayer sonó el teléfono y creí que eras tú empezando con tu llamadera de la tarde. A medio camino al teléfono recordé que no podías ser tú. Y dolió. Pero poco a poco, supongo. Día a día.

Estoy usando tus pijamas. Y me quedé con el anillo que dejaste en mi casa. Y hoy me puse tu camisa, la de presa, ¿recuerdas? Trato de llevarte conmigo a donde quiera que vaya. Solo pido que tú sigas aquí.

 

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